El
estado de bienestar de la población romana había decaído profundamente a
raíz de la terrible crisis económica de fines del siglo II, que se
arrastró largamente. En una situación como esa, disponer de ágiles instituciones de caridad [caritas en latín] era
tan importante por lo menos como contar con un buen ejército. La
ventaja es que ahora las masas confiaban más en la contabilidad del más
allá [“Bienaventurados los pobres, pues de ellos es el reino de los cielos” (Mateo, 5.3)] que en la del más acá, que veían inabordable. Por ello a
los cristianos no sólo se les devolvieron por parte del emperador Constantino los bienes incautados anteriormente, sino que se les entregó en muchas ocasiones indemnizaciones suplementarias,
al tiempo que sus inmuebles quedaban exentos de pagar impuestos (así
como luego sus acciones comerciales realizadas en beneficio de los
pobres) y a las iglesias se les concedió el privilegio que ya tenían las
corporaciones de recibir legados. El emperador y su familia se
convertían en patronos oficiales de las asociaciones o iglesias
cristianas y obraban en consecuencia. Los concilios religiosos de Arles (314) y Nicea (325) fueron convocados por el emperador. El
mantenimiento de un sistema de control ideológico, separado del poder
cívico-militar, iba a favorecer a la larga a la monarquía, de la que sin
embargo se convertía en un
contrapeso.
Constantino
fue lo suficientemente hábil como para sortear la situación y activar
en cierto modo el mercado de una manera que era desacostumbrada. La ingente cantidad de oro, plata
y piedras preciosas acumulada en los templos tradicionales romanos
destruidos en Asia (llamados paganos por los cristianos) y puesta ahora
en circulación (en forma de moneda en buena medida) provocó una locura
generalizada y un deseo exagerado de gastar (De rebus bellicis, 3). La acuñación de monedas pequeñas de oro habría logrado que la profusa prodigalidad (largitio) de
Constantino hubiese convertido en nobles (clariores) las casas de los ricos (potentes) y oprimido a los pobres, pues este emperador sería el primer responsable de la asignación del oro a los intercambios, incluidos los artículos menores (vilia comercia). Sin desdeñar Roma, la
construcción de la nueva capital, Constantinopolis (antes Bizancio), en
un sitio estratégico económico y militar del Este, entre el mar Negro y
el Mediterráneo, puso de manifiesto la magnificencia imperial y la
privada. Residencia imperial y puesta bajo la protección del Dios
cristiano, la ciudad fue dotada de instituciones y servicios de abastecimiento similares a los de la antigua capital, Roma. A partir de entonces el trigo de Egipto se destinó a ella, en tanto que el de África se envió a Roma. El
emperador había expropiado no sólo los tesoros, sino
también las tierras de los templos paganos afectados por su acción, y
sabemos que además realizó una desamortización civil al desposeer a las
ciudades de sus fincas y de sus inmuebles, o de las rentas procedentes
de las mismas. La venta de una parte considerable de las tierras
expropiadas haría circular el oro creando la euforia mercantil antes
señalada, que debió afectar incluso a los géneros alimenticios annonarios, gratuitos para la plebe (García Vargas, 2007). La salida al mercado de la mercancía ponía así límite al proceso inflacionario que se hubiese podido desatar ante la pérdida relativa del valor de la moneda muy abundante. Se entiende que esto debió beneficiar no sólo a los más ricos sino
también a grupos relativamente más bajos de la aristocracia que accedieron con ello al orden senatorial o clarisimado (Banaji, 2001). El caso es que ésta parece ser la línea seguida en el reclutamiento de la curia de la nueva ciudad de Constantinopla; y seguramente también en el reclutamiento de los armadores (navicularii) que debían servir a la nueva ciudad debió ser un proceso paralelo a la redistribución de las tierras municipales expropiadas, algunas de ellas asignadas a la functio navicularia, o sea que se convirtieron en tierras exentas de impuestos a cambio de que su dueño sirviese con sus barcos al abastecimiento estatal.
Durante
el siglo IV la acumulación de riqueza en manos de la nobleza estatal,
pero también de la Iglesia, se fue haciendo muy grande. Las residencias
aristocráticas eran impresionantes. Una frase del escritor Olimpiodoro nos puede servir de orientación: “Cada
una de las grandes casas de Roma contenía en su seno todo lo que podía
tener en su seno una ciudad de mediana importancia: un hipódromo, foros,
templos, fuentes, varios baños. Una sola casa era una ciudad”. Las
rentas de sus fincas, a veces de muchos kilómetros cuadrados, podían
llegar a las 4.000 libras de oro anuales (1.300 kg), aunque eran más
normales las que “sólo” recibían de
1.000 a 1.500. Para resguardarlas y proteger sus joyas los nobles
poseían en el foro de Trajano en Roma de cajas de seguridad que nos
recuerdan, a niveles magnificados, las antiguas bancas de depósito. Cuando se desplazaban desde la lujosa domus urbana
a los campos les acompañaba una enorme masa de guardias privados y
sirvientes que levantaban una gran batahola. Normalmente sólo visitaban
una vez al año las fincas más próximas, donde llevaban una vida que no
desmerecía de la que llevaban en la ciudad. En esos fundi y massae, gestionados a través de agentes (actores), la casa del señor iba de acuerdo con su rango. Una,
cuyos restos han sido encontrados en Montmaurin (Francia) cubría una
superficie de 18 ha, contaba con 200 habitaciones y era el centro de una
finca de unas 500 ha. Para dar sensación de seguridad y prestigio,
cuando era necesario, a veces se rodeaban de murallas elevadas y altivas
torres, a la manera de los pyrgoi helenísticos pero sobredimensionados (burgus). Millares de colonos, libres y esclavos, y de servidores domésticos trabajaban en esas explotaciones a su servicio;
acomodados por regla general a su situación, hasta el punto de que
conocemos algún caso de revuelta cuando tuvieron noticias de que la
finca iba a ser vendida a nuevos amos de comportamiento desconocido. El
poder de estas personas, hombres y mujeres formados en la cultura
clásica, era enorme y, ante la decadencia de poder de las ciudades
vecinas, las villae se iban convirtiendo en centros administrativos y económicos bastante autónomos, como antaño lo eran los saltus o fincas de monte. Además ese poder se extendía con frecuencia por distintas regiones y provincias.
Sabemos que el matrimonio de Valerio Piniano y Valeria Melania,
cristianos, tenía propiedades en Italia, Sicilia, Hispania, Africa,
Mauritania, Britania y Numidia (Chastagnol, 2004). Es fácil
comprender el poder clientelar generado por una posición tan encumbrada y
la intrincada red de intercambios, basados tanto en el don como en los
circuitos internos de mercado, que se podían derivar del mantenimiento
de este tipo de estructuras.
G. Chic García, El comercio y el Mediterráneo en la Antigüedad, Tres Cantos, 2009, pp. 486-489.
Como
se ve, una desamortización marcó el comienzo del poder del
cristianismo; como una desamortización marcó también el del liberalismo.
El saqueo de lo acumulado siempre suscitó simpatías al activar la
circulación de los bienes. Que se lo pregunten a Enrique VIII de Inglaterra, por ejemplo.
Saludos